El valor de un abrazo

El bingo comenzaría en 20 minutos y quienes participábamos de la organización corríamos para que todo saliera perfecto. Era una comunidad religiosa que cada año buscaba recursos económicos para ayudarse en los programas de asistencia a niños cuyas familias tenían limitantes para su alimentación, estudio o su manutención. Todos trabajábamos por puro amor y la satisfacción de ver las tantas sonrisas de esos niños cuando les entregaban ropa, cuadernos nuevos, colores, libros y lo mejor, su alimentación diaria.

Por eso cuando una señora se acercó a mi y me preguntó qué si yo era el periodista de Caracol televisión que había sacado a una señora con su niña de en medio de una toma guerrillera en Uribe (Meta), se me quitó el afán. Le dije, tratando de hacer memoria, que claro, que ahora recordaba ese día.

Entonces llegaron a mi mente esos momentos que creía olvidados. Las FARC, en uno de sus tantos ataques planeados y ejecutados con precisión, lanzó una ofensiva guerrillera en varios municipios del país. En Uribe ocurrió lo que pasaba en todos los municipios donde había incursiones armadas: casas y comercios destruidos con artefactos explosivos artesanales que no llegaban al puesto de policía, pero si destruían las propiedades de los civiles que estaban ubicadas cerca de las estaciones o bases de los uniformados.

Todos los guerrilleros, como cosa curiosa, ese día tenían una bandera de Colombia que cubría en diagonal su pecho. Por esa razón supimos que los muertos de las FARC en ese ataque habían sido muchos pues en las zonas aledañas al pueblo se podían ver los cuerpos sin vida de jóvenes cubiertos con tan extraño, por uso, gallardete.

Eran tiempos difíciles en los que los periodistas estábamos tan ocupados con el ruido de los fusiles que no podíamos contar la corrupción rampante que tiene destrozada a Colombia.  Y por eso es que hoy les dejamos a los jóvenes la responsabilidad de reconstruir un tejido social abrazado por la corrupción, cooptado por sobornos y pequeñeces, mientras los ladrones se disfrazaron de políticos para hacer creer que trabajarían por el bien común; y mientras las autoridades creadas para el control político se hacen a su lado para enriquecerse junto a ellos.

Pero volvamos en lo que nos ocupa. Habíamos llegado temprano a Uribe, grabamos gran parte de arremetida guerrillera y de la defensa de policías y soldados; y cuando hubo un pequeño cese de los ataques con cilindros bomba y fuego cruzado de las ametralladoras, decidimos salir muy a pesar del riesgo que eso tenía. En la cabecera municipal, de la nada, apareció una señora con una pequeña niña. Era muy extraño que en medio de tal situación alguien se atreviera a dejar su vivienda en donde medianamente podían estar seguros. Por instrucciones contenidas en manuales y por supervivencia propia, nunca recogemos personas en zonas de conflicto. Es algo simple, no sabemos quienes son y subirlas a nuestro vehículo nos puede hacer ver como auxiliadores de uno u otro grupo en contienda. Pero hubo algo que no puedo definir qué fue. Fue una corazonada simple pero poderosa: había una madre que en su rostro reflejaba la angustia por perder la vida, no la suya sino la de su pequeña hija. Ese día habían disparado contra un avión monomotor de la Cruz Roja que sacaba unos civiles heridos, habían derribado un helicóptero de las Fuerzas Armadas, había cerca de 30 hombres del Ejército y de la Policía muertos en los ataques, había casas destruidas y el miedo no dejaba que nadie saliera, sólo una madre que es capaz de dar su vida por la de los suyos se atrevió a salir. Eso es lo que llamo un salto de fe, un acto desesperado que tiene como único fin salvar a quien amas.

No hubo preguntas ni reproches. Ella, la madre, sin poder ocultar sus lágrimas decía y decía que gracias. Le dije que la llevaría hasta donde sintiera que estaba a salvo y pudiera usar un transporte público. Luego hubo un silencio casi abismal. Mi hermano Reinel, con su ojo y visión aguda ponía atención a los alrededores, la mamá abrazaba a su hija poniendo su cuerpo sobre la pequeña, y yo sólo conducía. No había nada en mi mente, debía salir de allí, éramos un blanco fácil y para completar la desdicha nuestro carro era de color blanco lo que lo hacía más visible en la distancia. No podíamos permitir que la angustia nos dominara, cada uno de nosotros era dueño de su propio miedo y con un nudo en la garganta y con el corazón apachurrado por el riesgo que estábamos viviendo, por lo que acabábamos de ver, y por saber el alcance de esas acciones desmedidas, lloramos nuestro dolor sin compartirlo dentro del carro.  

Años después, el día del bingo, llegó la recompensa: la señora me abrazó tan fuerte que podía sentir sus latidos, su agradecimiento. Me dijo que ella era la señora a quien le había salvado la vida, junto con su pequeña. Le dije que no había salvado a nadie, que era un acto de fe en la humanidad y que era mi deber ayudar siempre a quien pudiera ayudar. Mi mamita me había enseñado el valor de los abrazos, y este que acababa de recibir era de los más sinceros que me habían tocado. Ese día sólo me dijo una vez: gracias, y fue en voz baja como para que no lo pudiera disfrutar nadie más. También me explicó que se había prometido darme esas gracias en día que el Dios de la vida nos volviera a juntar. Y como nada es eterno y no hay fecha que no se cumpla ni deuda que no se pague, ese día llegó para alegrarme y hacerme ver que cada cosa por pequeña que sea es lo que te define como ser humano. Que no es lo que dices sino lo que haces, que no es lo muestras sino lo que das, que no basta con decir te quiero sino que debes demostrarlo. No hay nada tan valioso como un abrazo, desbarata cualquier miedo, te da fuerza para llegar a donde no puedes, te acompaña en tus peores momentos y es capaz de romper cualquier dolor que tengas en el corazón.

Un simple acto para poder hablar de los abrazos. Esos que le negamos a quienes nos rodean. Esos que son una muestra grande de amor. Esos que las madres les dan a sus hijos cuando se despiden. Esos que vienen después del perdón. Esos que son capaces de acompañarnos en la travesía. Esos que nos amparan y nos protegen. Esos que debemos dar más seguido y que hoy debemos darles a todas las madres que han dado la vida por sus hijos y a las que no pudieron salvar a sus hijos del “monstruo grande que pisa fuerte”: la guerra.

Por qué no es sólo en el día de las madres, hoy y todos los días son un buen día para abrazar a quien amas. Y si todavía tienes viva a tu mamá, no importa lo que le regales, dale un abrazo tan fuerte tan fuerte que ella sienta que todo lo ha hecho por sus hijos: ¡NO HA SIDO EN VANO!

Para todas las madres en su día y para mi madre que está en  la eternidad: ¡Un abrazo gigante cargado con todo mi amor!

Échele ojo.

Germán Moncada Blanco
Director

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