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La migración y la muerte: Dos ausencias

Curiosa escena sucedía al frente de mí, dos carros de policía a toda velocidad atacaban a un dinosaurio verde que parecía indefenso. Como si ya el final estuviera definido, el reptil inmovilizado recibía repetidos golpes por parte de los dos autos que velozmente retrocedían y aceleraban hasta finalmente conseguir acabar con la criatura, que terminaría tirada en el pastizal del Centro Cultural del Banco de Brasil en Brasilia. Quedé sorprendido al ver la historia de la humanidad en el “inocente” juego de computadora de mi primo Vicente, quien acababa de cumplir tres años una semana atrás. ¿Por qué él decidió que la policía venciera en contra del dinosaurio? ¿Será simplemente porque a él le gustan más lo carros que los dinosaurios? ¿O acaso la “civilización” ya se había impuesto en la cabeza de mi primo, haciéndole determinar el final de esta historia? Me decidí a mostrarle que otro final era posible, cogí el dinosaurio verde y como si este no hubiera sido herido severamente, comenzó a atacar con gran destreza y habilidad a los carros de la policía que, siendo controlados por un niño de tres años, no tenían escapatoria. No en tanto, quien en realidad no parecía tener escapatoria era yo, al intentar cambiar la historia definida por este “niño Dios” que no aceptaría en su mundo, la victoria de este gigante verde. Por más que mis manos fueran más rápidas, y ya hubieran jugado un largo tiempo con juguetes, mi paciencia y mi pereza de joven de 22 años, me obligaron a abandonar a aquel dinosaurio a su suerte.

Entonces el teléfono sonó, era mi papá. Tenía una voz de quien quiere mantener la calma, me explicó que mi abuelo había sido hospitalizado ese domingo 25 de agosto, y que su estado de salud estaba muy delicado. Según mi papá, la médica le dijo a mi mamá que mi abuelo tenía una neumonía muy avanzada. Al saber esta noticia toda la familia quedó en estado de alerta, ya que mi abuelo tenía 92 años y hacía un buen tiempo que su estado de salud no estaba muy bien. Por ese entonces él pasaba la mayoría de sus días acostado en la cama, acompañado por su compañera Aurita, recibiendo visitas de sus hermanos, estudiantes, amigos, de sus hijos y de su hija (mi mamá), quien le había pedido a mi papá el favor de hablar conmigo, puesto que ella se encontraba en un estado de profunda tristeza y angustia por la condición de mi abuelo. Después de escuchar sobre esta situación le pregunté a mi papá, con un dolor frio en el corazón, si era posible viajar para Colombia en el momento en el que mi abuelo muriera, y así poder estar con mi familia en el velorio y en el entierro, en ese momento ritualizado que comparten con emotividad los que pierden a un ser amado. Mi papá me dijo que no había problema, que él me avisaba.

Terminando la conversación, mi tío Jimmy (el papá de Vicente) vio mi cara de tristeza y me preguntó qué había pasado. Mi abuelo se está muriendo, le dije. Volvimos para la casa de mis tíos. En el camino no hablé mucho, las palabras que me importaban estaban en mi cabeza, no necesitaban ser enunciadas, solo pensadas para poder encontrarle algún sentido a mi situación y algún orden a mis sentimientos. El lazo que juntaba todos los elementos que aparecían en mi cabeza, como en el espacio en el que me encontraba, era la profunda tristeza de no estar con personas que entendieran y sintieran mi dolor. Me preguntaba si valía la pena estar lejos de mis familiares en este momento, como si la realidad de mi país de repente se colocara violentamente frente a la realidad que vivo en Brasil, y colocara en duda todas las cuestiones importantes en mi realidad más presente, la universidad, proyectos académicos, el festival Sarará, la vida en Belo Horizonte, etc. Este sentimiento quedó más intenso al día siguiente, cuando mi tía me dijo que, si ese fuera el caso de ella, ella iría antes de que mi abuelo muriera, ya que después de la muerte no se podía hacer mucho. Me quedé confuso porque prácticamente yo ya había renunciado a ver a mi abuelo vivo de nuevo, me sentí como si le hubiera colocado la lápida encima y ¡listo! Como si lo primordial fuera acompañar a mi familia en su dolor y no a él en sus últimos días.

Viajé el lunes por la tarde para Belo Horizonte que es donde vivo, y en cuanto me encontraba en el avión todo me “sabía a mierda”, es decir, todo me incomodaba, el poco espacio entre las sillas, el frio del avión, la lenta atmosfera en la que me encontraba, la eterna espera para que el avión despegara. En fin, estaba encontrando en todo una buena razón para explotar.

Cuando por fin llegué a mi casa llamé a mi mamá, parecía triste y calmada, como quien acaba de llorar, me comenta que se encontraba en el hospital esperando nuevas informaciones. Con la voz temblorosa, le pregunté si podría viajar a Colombia para poder ver a mi abuelo vivo, y ver si podría quedarme unas dos semanas en Bogotá para acompañar a la familia en ese proceso, y ver si era posible acompañarlos en el velorio. La respuesta de mi mamá fue fulminante: “si quieres llegar a ver a tu abuelito vivo, o en un buen estado, tendrías que viajar ya o lo más pronto posible, porque la verdad no sabemos cuándo él puede morir”.

Bum bum, bum bum, cada latido del corazón de mi abuelo parecía eterno en esos días que siguieron. Yo en tanto, con el apoyo de mi novia, de mis amigos y de los colegas de la universidad como de los y las profesoras, me hicieron sentir confortable para dedicarme a mi dolor. Me sentía extraño por el hecho de tener dos realidades en dos territorios muy distantes que entraban en conflicto. Me acuerdo de sentirme casi borracho con mi realidad belorizontina, como si la realidad allá en Bogotá no tuviera una importancia significativa en mi día a día. Esa semana pasó todo lo contrario, la realidad de mi familia que se encontraba en Bogotá era la que imperaba en mi cabeza. Bum bum, bum bum, retumbaba en mi ser.

Cogí el bus para Sao Pablo a las 10 de la mañana, y llegué a las 7 de la noche al terminal de Tietê. Mis datos se habían acabado y por lo tanto no conseguía ver el camino hacia el aeropuerto por el Google maps, opté por preguntar en una oficina de turismo sobre cual bus podría coger para que me llevara a Guarulhos, y un joven que trabajaba en ese lugar me indicó de dos opciones: Un bus cuyo pasaje costaba alrededor de 40 reales, o coger el metro que me llevara a un bus que costaría 7 reales. Opté por la segunda opción y conseguí llegar a tiempo. ¡Qué camello!, pensé, este viaje comenzó por una llamada. Al final nunca había realizado un viaje de emergencia. ¿Qué es lo que voy a hacer en Colombia?, eso lo sabría solo al llegar allá.

Llegué a las 5 de la mañana, hora colombiana. Mi papá y mi mamá, junto a mi tía Hilda fueron a encontrarme al aeropuerto El Dorado, se veían calmados y felices de verme. Yo estaba muy cansado y medio confuso por ese momento intermediario en el que nos damos cuenta de que estamos en otro país y con otra gente. Estaba calmado por encontrarme con mi familia y sobre todo con mi mamá, a quien más quería acompañar. Cuando llegamos al apartamento, nos quedamos hablando un poco esa mañana y nos pusimos a escuchar las historias de mi tía Hilda, historias de mi país, pensé horrorizado; y me fui a dormir a aquel cuarto que había dejado hace cuatro años, y que estaba repleto de recuerdos de un pasado cada vez más distante.

Por la tarde fuimos a almorzar a un sector del centro de Bogotá, en el cual hay varios restaurantes de comida del Pacífico colombiano. Con mi mamá pedimos una cazuela de mariscos, estaba deliciosa. Después nos pusimos a buscar unos lentes de contacto que mi tío Jimmy nos había encargado, y que mi tía iba a mandar para Brasilia con una colega del trabajo. En cuanto mi tía hablaba con el señor de la tienda de gafas, mi mamá me dice que le habían dado el diagnostico equivocado a mi abuelo. ¿Qué?, le dije. Sí, la mujer se confundió, tal vez cogió el diagnóstico de otra persona… o no sé, esa vieja es una estúpida, dijo mi mamá. ¿Cómo así, má? Entonces ¿cómo está mi abuelito? Y ¿hace cuanto tiempo que ustedes sabían de ese error? Sentí una frustración grande en ese momento. Cómo así que la razón por la cual estaba allí había sido provocada por la equivocación de esta mujer, o por las emociones provocadas por este nada insignificante ni imperdonable error.

La frustración acabó cuando llegué a ver a mi abuelo Hernando Llanos. Él yacía en su cama de hospital desde no sé cuánto tiempo. Hola abuelito, lo dije mirándolo de arriba para abajo en cuanto él me miraba de abajo para arriba. Tenía un buen color, sus azules ojos me miraron con ternura. Tomó un tiempo para saludarme, primero me miró, él no podía hablar con facilidad, parecía no estar en el estado que mi mamá lo había visto hace unos días. Parecía que todavía tenía un buen tiempo para acompañarnos en este mundo, que su muerte no sería en dos semanas como fue enunciado al inicio de esta historia. Parecía que yo podría encontrarme con él en diciembre cuando estuviera de vuelta de nuevo. En cuanto estuve en Bogotá, fui a visitarlo tres veces más, ya en los otros días construí otros sentidos para este viaje que en su inicio había sido pautado por la muerte y por la angustia.

Esa fue la última semana que vi a mi abuelito con vida. Su muerte ocurrió el 5 de diciembre del 2019, faltando 15 días para mi segundo retorno. No pude estar en el funeral. Por lo menos no físicamente, lo estuve emocionalmente. Y también online, ya que mi mamá me llamó y pudimos conversar un rato, con ella y con mi abuelita y mis tíos…

Perder estos momentos hace parte de la vida de los migrantes. Momentos importantes y simples con las personas que amas y que te aman. Nos preguntamos en ocasiones diversas si vale la pena estar aquí y no allá. Sentimos la falta de aquel “calor humano” que solo nuestras raíces pueden ofrecer. Eso lo sabemos quiénes estamos afuera. Migrar es una opción que tomamos gracias a diversas circunstancias, algunas positivas otras desafortunadas. Una opción que, en cualquier caso, implica una perdida. Una ausencia, de uno, de los y las demás. Esa ausencia duele, lo sentimos incluso antes de partir. Nos quebramos frecuentemente en la entrada de migración de los aeropuertos, o en las puertas de las estaciones de buses. Ese último adiós y ese último abrazo anuncia el inicio de nuestra ausencia física y de nuevas formas de estar presente, hoy en día facilitadas por el internet, las cámaras y los celulares, podríamos decir que nos tornamos presentes digitalmente, afectivamente y cuando nos mencionan, es decir cuando nos recuerdan. Morir, en ese sentido es algo semejante a migrar, al implicar una ausencia, aunque algo más definitiva, ya que no hay un hasta pronto, por lo menos para quienes no creemos en la resurrección, como mi abuelo y como yo.  

Ahora le agradezco en cierto sentido al error de la doctora, que, aunque causando mucho dolor y angustia me permitió volver a mi país y darle a mi abuelo su último adiós, y también permitirme escuchar levemente su voz, y sus profundas reflexiones que desde tiempos atrás acompañaron mi crecimiento personal, así como el de muchas otras personas que tuvieron el placer de escucharlo y acompañarlo en su cotidiano. Con toda seguridad un grande grupo de personas recordaremos durante eternidades sus clases de matemática, filosofía, economía, historia, y cualquier otra cantidad de conocimiento, que este ser humano tan complejo nos pudo y quiso ofrecer. Él quedará en muchas memorias como “el maestro Llanos. Para mí también, aunque la afiliación familiar tiene su peso y su historia. Yo a él siempre lo llamé de abuelito.

Su nombre era todo poderoso. Sabemos desde la familia que las exigencias que se nos demandan por ser pariente del maestro Llanos no eran fáciles. Me acuerdo una vez que tenía que hacer una tarea para el colegio, la cual consistía en entrevistar a alguna víctima del conflicto armado, yo fui a una librería que quedaba por la calle 45, en esa librería me encontré con un personaje curioso, un profesor de universidad con buenos años, canoso, al cual durante la conversa le dije que mi abuelo había trabajado en la universidad en donde él trabajaba. Apenas el señor supo quién era mi abuelo me dijo:  ”¿Y cómo así que usted siendo nieto de él, está haciendo la tarea tarde?” Historias semejantes hay por toda la familia. Su vida no será olvidada fácilmente, se escuchará sobre él por generaciones, puesto que vivió intensamente desde 1928, hizo en muchos sentidos lo que quiso, bailó y cantó, estudió toda su vida y enseñó hasta que no pudo más. Declamó por años, como pocos, largas poesías que uno terminaba diciendo: “este man es muy teso”. Siento que aproveché bien el tiempo con mi abuelo, claro, siempre pude haber compartido más, haberlo conocido más, hablar con él en una etapa más adulta. Pero bueno así fue la vida. Ahora no se puede hacer nada. Por eso toca aprovechar a quien amamos en cuanto estamos vivos.

Saber si vale la pena o no estar lejos de tu hogar, raramente tiene una respuesta definitiva. Es posible que hayamos encontrado grandes oportunidades en el exterior, establecido redes sociales increíbles, que hayamos conseguido formar un segundo hogar. O, todo lo contrario, que sea todo una mierda, o no todo, que las cosas no anden tan bien, no estén funcionando. Cada uno sabe sobre sus luchas y sabe cuánto vale la pena en el extranjero. En todo caso, hay momentos intensos en los que sentimos la ausencia de nosotros en la vida de los demás o viceversa y deseamos volver, no necesariamente para siempre, solo estar ahí, un ratico, un tiempito bonito. Y aprovechar las historias de la abuela, las canciones de los tíos, los concejos de los padres, y las sonrisas de viejos amigos. Esta historia es un caso particular, en el cual se encuentran la migración y la muerte, dos ausencias, que cargan fuertes significados, que son múltiples y que se contradicen en el de correr del tiempo como hemos podido leer en esta historia. Esta historia es también un llamado de atención y de reflexión sobre el luto en el extranjero, y los afectos movilizados por el entorno familiar y nuestras raíces. La muerte no tiene retorno, y la migración no siempre lo tiene. ¿Como serán las historias de quienes jamás volvieron y no pudieron despedirse de su ser querido antes de este morir?

Échele ojo.

Mateo Hernández Llanos
Antropólogo en capullo

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2 comentarios

  1. Ay! Amado Mateo qué reflexión tan conmovedora nos regalas en tu escrito sobre esas dos ausencias. Como bien lo señalas, tuviste la fortuna (padójicamente derivada de un diagnóstco errado) de estar con tu abuelito por última vez poco antes de su partida. Gracias por esa hermosa evocación de nuestro amado MAESTRO y por la profunda reflexión sobre esas dos ausencias que infortunadamente forman parte de la vida. Recibe todo mi amor.

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